18 feb 2009

Siguen derrumbes Carlos Díaz y Amaceyes



CARLOS DIAZ, Tamboril.- Adentrarse hasta los restos de lo que pasó y quedó en las entrañas de esta comunidad, es situarse en medio de las huellas del desastre donde todavía retumba el gemido de las montañas y se siente el furor de la avalancha de agua y lodo que arrasó con todo.

A la 1:05 de la madrugada del lunes 9 de febrero, apresurada y presa del pánico, la gente abandonó sus casas para, entre lluvia y oscuridad, avanzar hacia algún punto seguro.

Testigos narran que a esa hora se vivió una pesadilla matizada por el aullido tenebroso que desprendía la cordillera y por el movimiento impulsivo de tierra que, camino abajo, sepultó edificaciones, quebró las arboledas y borró el centro comercial, social y político de Carlos Díaz.

“Ay mi hijo, de esa montaña salían puros gemidos, gritos horribles y de la tierra salían tiros, eran como explosiones y uno tuvo que salir bajo lluvia, con el suelo que se movía y se partía en tus pies, y entonces a lo oscuro porque tumbaron la luz”, narra Alfredo Santana en su intento por describir su experiencia de aquella madrugada.

Era el inicio de una tragedia que llegaba de la mano de una gran masa de agua, tierra y lodo que se desprendió de la loma.

Era el principio del final de un poblado compartido por más de 300 familias que debieron partir con las manos vacías, atormentadas por la pérdida del conuco, del sembrado de café, de sus crías de pollos y cerdos, de los enseres adquiridos con sudor, pero sobre todo, lacerados por los daños emocionales.

Carlos Díaz es un poblado de familias que en lo fundamental depende de la agricultura, las remesas y la ganadería.

Una comunidad campesina desde donde mucha gente viaja con frecuencia a Estados Unidos, asiento de una gran cantidad de emigrantes que tienen sus orígenes aquí, nacieron y vivieron aquí y que mantienen a sus parientes con sus envíos económicos.

Cuáles fueron las causas

La opinión de la gente del lugar es generalizada en cuanto a identificar como el principal causante del desastre a una mina de materiales de construcción, explotada desde hace 12 años en la falda de la cordillera y sin supervisión ni regulación.

Otras personas entre profesionales, dirigentes comunitarios, profesores y defensores del medio ambiente, residentes u oriundos de la comunidad, coinciden con el razonamiento, pero no descartan que elementos como la falla geológica ubicada en la Septentrional, la deforestación intensa de terrenos antes dedicados a diferentes cultivos para convertirlos en pastos ganaderos y el desarrollo de proyectos para veraneo en áreas contiguas a la mina, pudieron incidir en el origen y magnitud del desastre.

La mina en cuestión, que se conoce como “Mala Punta”, tenía 12 años de explotación intensa y se calcula en 6 millones 137 mil metros cúbicos la cantidad del material extraído hasta el momento de la tragedia.

Abarcaba una extensión 312 metros de largo por 274 de ancho y 70 metros de profanidad.

“El día anterior, el domingo 8, se habían acumulado en su inmenso cráter 2 millones 636 mil 40 metros cúbicos de agua, pero para el lunes todo ese líquido se había absorbido.

Se alojó en un subsuelo formado por rocas calizas para crear una suerte de túnel que cuando comenzó a brotar iba destruyendo todas las construcciones”, explica Carlos José, un ingeniero civil cuya casa paterna de dos niveles fue sustituida por una montaña de tierra y troncos de árboles.

El no descarta que la falla geológica pudiera haber contribuido, “pero si usted observa el origen y trayecto seguido por los deslizamientos, descubre que están directamente proporcionales al perímetro cubierto por la mina, lo que explica que se borrara el centro de la comunidad justo donde estaban la iglesia, la cancha, la escuela, el liceo, la clínica rural y donde se concentraba todo el dinamismo comercial de Carlos Díaz”.

Opina que las extracciones acabaron desforestando grandes extensiones y critica el hecho de que nunca nadie asumió un plan de reforestación de las áreas afectadas por la extracción de materiales para la construcción, pero tampoco de aquellas que fueron dañadas para convertirlas en zonas de pastoreo para el ganado o para levantar negocios turísticos de veraneo.

La gente acogió el llamado

En medio de tantos destrozos y frente a la presencia tan acentuada de los rasgos del terror, resulta difícil creer que no hubo víctimas que lamentar.

La comunidad lo atribuye al loable esfuerzo preventivo de dos emprendedores dirigentes, Baudilio y Oscar, director de la Escuela y presidente de la Sociedad de Padres y Amigos del plantel, respectivamente, que se lanzaron a las calles, tocaron puertas, sumaron a otros y multiplicaron un coro de voces que alertó a la gente sobre el peligro y la necesidad de abandonar los hogares.

“Había que vivir ese momento para saber lo que pasó. En mi casa llegué a juntar más de 60 familias- narra Oscar Capellán- y debimos ser enérgicos contra los que se resistían a salir, de modo que si hoy no tenemos una gran cantidad de muertos y heridos, se debe a que logramos sacar la gente en el primer momento, antes de que se desatara toda la furia de la naturaleza”.

Y otros factores que contribuyeron a esto fueron las señales que se percibían desde el domingo 8 y que tienen que ver con el desplome de la escuela, la desaparición de toda el agua acumulada en el cráter de la mina y un primer derrumbe de 300 metros que se produjo en la falda de la loma la mañana de ese domingo.

“Estas señales hicieron que la gente estuviera alerta y nos ayudaron a que no estemos hoy contando los muertos porque la magnitud de este desastre es para provocar grandes pérdidas humanas”, agrega Capellán.

Los peores daños

Aunque desde los hogares con sus ajuares hasta la cosecha se fueron por la borda y a pesar de que las pérdidas probablemente superen los miles de millones de pesos, lo que se percibe en el rostro de muchos es que lo peor es el daño emocional.

Y es que atenerse a vivir como refugiados en medio de preocupaciones, limitaciones e incertidumbre, es una idea que no encaja en aquellos que echaron raíces y forjaron esperanzas y sueños en su terruño, pero tampoco en los más jóvenes que ahora se siente extraños y lejos de su hábitat natural.

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